(Tempus ex machina)
En el compás del
mundo siempre ha habido
un reloj conmoviéndose.
La clepsidra, el
hallazgo fundador
donde un cuerpo paciente pierde líquido
resume el espectáculo
del ciclo de la vida
misterioso, evidente como es:
quiere partir el tiempo gota a gota.
Su caudal desemboca en el desierto
donde alguien creyó entender la arena.
Dos botellas hermanas
con un cuello a punto de asfixiarse:
así es como el instante le perdona
la vida a su garganta y a la nuestra.
¡Pero el reloj
de sol, simple energía!
Hay un tiempo que avanza sigiloso
según el movimiento de la sombra.
¿Qué emoción tan exacta concibió
su balanza de oscuridad y luz?
Si sus horas vacilan al ocaso
¿es por eso imperfecto? ¿No se borran
las huellas más seguras por la noche?
En la nueva
vigilia se alzó el péndulo
con su cebo insistente
para pescar el tiempo mientras flota.
El vaivén vive atento a su tarea,
disminuye su arco, disminuye
pero no lo que tarda en trasladarse
de un extremo hasta el otro del camino.
Te amamos, Galileo.
Con el muelle
espiral en buena hora
la levedad venció a la gravidez.
Huygens descubrió un día que su alma
se ensortijaba como sus cabellos:
por la fuerza del cuerpo que se enrosca
y de un latigazo vuelve a abrirse
fue posible un reloj
del íntimo tamaño de un bolsillo.
Celebro este principio de los muelles,
su rebelión minúscula.
Tan sólo cuando
supo calcular
las pequeñas medidas cotidianas
Kepler vio progresar a los planetas
en el fondo del cielo. Desde entonces
se inventaron relojes que además
de las horas del día o de la noche
calculan las edades de los astros
o las ocultaciones estelares.
Descarto estos relojes, no me asisten:
nos distraen del pulso de la tierra caliente,
son el hueco de un dios en el espacio.
Me gusta más la
mínima
cronología eléctrica
del impaciente siglo en que nací.
Unidas por alambres
las planchas son besadas por la péndola
y así van trasladando la corriente
con secreto entusiasmo
desde la torre al parque,
desde el parque hasta el centro.
El tiempo en las ciudades corre como un fluido,
relojes de relojes de relojes.
Los ingenios
actuales (¿actual que pase el tiempo?)
desearían fundirse con su objeto inasible,
aspiran a la invisibilidad.
Han conocido el cuarzo
que regula su vena diminuta
o la energía atómica del cesio
seducido por leves magnetismos.
Digitales, sin cuerpo, transparentes.
Hojas del huracán.
Con pantallas de agua. Iluminados.
Así son los relojes de mi tiempo.
Con pilas que alimentan como un grano de arroz.
Y con el mismo amor, el mismo pulso,
eternos como nunca lo seremos.
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