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Pasaje a la Ciencia
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Numero 11 (2008)
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Poemas sobre Ciencia
por Andrés Neuman
Tomados del libro Música abajo, Acantilado, Barcelona, 2008.

En mi sentir, la ciencia y la literatura jamás se han opuesto. Sino que, al contrario, resultan admirablemente paralelas en su objetivo (el conocimiento del mundo) y complementarias en sus métodos (la emoción de la regla en el pensamiento científico, las reglas de las emociones en el pensamiento literario). Cualquiera que haya hojeado un manual de física contemporánea, por ejemplo, no habrá dejado de admirarse por el espesor de metáforas, imágenes y neologismos que contienen sus textos. Igual que hace la poesía, la ciencia y sus diferentes ramas se valen del asombro para obtener un sentido y poner algún orden en el caos cotidiano. La ley de la gravedad, por si sola, encierra la evidencia simple y misteriosa que vive persiguiendo la poesía con su mirada: una roja manzana cae, alguien acierta a describir su vuelo instantáneo y así recomienza la historia de la eterna curiosidad humana, la emoción de ver y sentir que no entendemos del todo qué vemos.

(Tratado de energía)

  «Con el razonamiento puro nos formamos
una imagen sublime de este mundo».
Eso escribió Max Planck, genio inocente.
¿Pero existen razones sin afecto,
pureza sin caprichos,
imagen sin temblores?
Lo curioso es que el físico en su ensayo
la primera palabra que pronuncia
no es hecho, ley ni lógica.
La primera palabra es entusiasmo.

(Cuando nombro tu cuerpo
no es la urdimbre de músculos radiantes,
de sangre revoltosa y de nervios veloces
lo que digo, artesana, aunque la física
intervenga sin duda en la manera
que tenemos de hablarnos al oído:
la energía del nombre se transmite,
su tacto cobra fuerza y aumenta lo probable…)

Y a ti, Max Planck, que amabas la entropía
¿qué misterioso impulso de poleas
te empujó a cruzar cartas con un tal señor Sommerfeld
y a intercambiar poemitas como aquel de la flor
que corona tu libro sobre ciencia?

(La natación y el aire)

En primitivas eras
cuando el verbo aguardaba sumergido
los peces empleaban
una antigua vesícula
que era brújula y bronquio,
fuente del equilibrio
y la respiración bajo las aguas.

En nosotros pervive un testimonio:
¿quién no ha sentido en sueños que volaba
como dando brazadas en el mar?
Durmiendo respiramos con el órgano
extraño que los peces han perdido,
el mismo que dirige las imágenes,
y el ritmo del pulmón orienta el vuelo
y sudamos en busca de un líquido remoto
y levamos el cuerpo como quien muta en pájaro.

Mientras siga ocurriendo –mientras haya
sueños y voluntad de remontarlos,
memoria y reflexiones abisales,
fusiones de elementos y de ciclos–
flotará la poesía. En el futuro
volar será nadar con más conciencia.

(La curva corazón)

Existe en matemáticas
una curva distinta a la que algunos,
los que nunca han dudado de las cosas,
llaman curva de Koch.
Los perplejos en cambio han preferido
denominarla así: copo de nieve.

Se comporta esta curva
multiplicando siempre su tamaño
por cuatro tercios y hacia el interior,
llegando de tan densa al infinito
sin rebasar su área diminuta.

Así mismo, artesana,
te creces muy adentro:
habitándome lenta,
quedándote con todo, sin forzarlo,
este pequeño corazón hermético.

(Acerca de los ojos)

Hay ojos que verán nuestra memoria.
El doctor Barraquer, viejo oftalmólogo,
conoció la crueldad junto al milagro
y lo frágil del don de la mirada:
al fallecer su padre
pudo guardar sus ojos
y devolver la vista a varios hombres.
¿Retendrán los fulgores de ese amor
más allá de la estrella de la córnea
o del pozo sagaz de la pupila?

Explorando los fondos deslumbrados,
las cavernas perplejas donde habitan
las formas, los tamaños, las imágenes
el doctor supo dar con un pasillo
que va desde el subsuelo a la intemperie,
de las tinieblas rotas a la bendita luz.

Y al final de la tarde, cuando el sol
se ciega entre las ascuas de este mundo
el doctor vuelve a casa repitiendo
las palabras del último paciente
al quitarse las vendas de la cara.
Y el ojo de su padre, que es la luna,
vuelve a abrirse y blanquea cada sombra.

(Tempus ex machina)

En el compás del mundo siempre ha habido
un reloj conmoviéndose.

La clepsidra, el hallazgo fundador
donde un cuerpo paciente pierde líquido
resume el espectáculo
del ciclo de la vida
misterioso, evidente como es:
quiere partir el tiempo gota a gota.
Su caudal desemboca en el desierto
donde alguien creyó entender la arena.
Dos botellas hermanas
con un cuello a punto de asfixiarse:
así es como el instante le perdona
la vida a su garganta y a la nuestra.

¡Pero el reloj de sol, simple energía!
Hay un tiempo que avanza sigiloso
según el movimiento de la sombra.
¿Qué emoción tan exacta concibió
su balanza de oscuridad y luz?
Si sus horas vacilan al ocaso
¿es por eso imperfecto? ¿No se borran
las huellas más seguras por la noche?

En la nueva vigilia se alzó el péndulo
con su cebo insistente
para pescar el tiempo mientras flota.
El vaivén vive atento a su tarea,
disminuye su arco, disminuye
pero no lo que tarda en trasladarse
de un extremo hasta el otro del camino.
Te amamos, Galileo.

Con el muelle espiral en buena hora
la levedad venció a la gravidez.
Huygens descubrió un día que su alma
se ensortijaba como sus cabellos:
por la fuerza del cuerpo que se enrosca
y de un latigazo vuelve a abrirse
fue posible un reloj
del íntimo tamaño de un bolsillo.
Celebro este principio de los muelles,
su rebelión minúscula.

­

Tan sólo cuando supo calcular
las pequeñas medidas cotidianas
Kepler vio progresar a los planetas
en el fondo del cielo. Desde entonces
se inventaron relojes que además
de las horas del día o de la noche
calculan las edades de los astros
o las ocultaciones estelares.
Descarto estos relojes, no me asisten:
nos distraen del pulso de la tierra caliente,
son el hueco de un dios en el espacio.

Me gusta más la mínima
cronología eléctrica
del impaciente siglo en que nací.
Unidas por alambres
las planchas son besadas por la péndola
y así van trasladando la corriente
con secreto entusiasmo
desde la torre al parque,
desde el parque hasta el centro.
El tiempo en las ciudades corre como un fluido,
relojes de relojes de relojes.

Los ingenios actuales (¿actual que pase el tiempo?)
desearían fundirse con su objeto inasible,
aspiran a la invisibilidad.
Han conocido el cuarzo
que regula su vena diminuta
o la energía atómica del cesio
seducido por leves magnetismos.
Digitales, sin cuerpo, transparentes.
Hojas del huracán.
Con pantallas de agua. Iluminados.
Así son los relojes de mi tiempo.
Con pilas que alimentan como un grano de arroz.
Y con el mismo amor, el mismo pulso,
eternos como nunca lo seremos.



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